"Sigo creyendo en las mismas cosas que creía a los doce años" dice un personaje de una película maravillosa llamada Shortbus. Ése es uno de los motivos por los que la película me fascinó, sin duda. Quien eso dice es un joven homosexual treintañero que ha sido, entre otras cosas, prostituto. Pos supuesto que el contrapunto es importante, pero para mi va más allá de la inocencia que mantiene el personaje, habla de conservar los ideales. Esos ideales juveniles que se pierden con una facilidad pasmosa en estos tiempos. Puede que suene a abuelo regañón, pero quienes me conocen saben que soy justamente lo contrario. Lo que no dejo de ser es un idealista.
Uno de mis compañeros de oficina se refiere a mi con frecuencia como "Cazador de molinos de viento", "Romántico empedernido", "Constructor de castillos en el aire" y cosas por el estilo. Me divierte mucho. En parte, porque implica que en mi proceder diario no oculto eso que para gente de mi edad parece romanticismo indefendible, pero también porque es un recordatorio de que no he dejado atrás la escencia que me definía a los dieciseis. Soy activista de clóset o algo parecido, supongo.
Regularmente llega un momento en nuestras vidas en el que nos topamos de frente con un monstruo de mil cabezas al que podemos llamar El Sistema, Sociedad, Cultura corporativa, corrupción, responsabilidad o sepasuputamadre. Este monstruo se encarga de refregarnos en la cara (si nos dejamos) que las cosas ya funcionan de tal o cual manera y que no tiene, ha tenido ni tendrá sentido intentar cambiarlas. Los más se creen el cuento (y ahora si me excluyo como los machos) y mandan sus ideales de justicia, igualdad, paz o el que mejor les ajustaba al cajón más oscuro, los escupen, los dejan olvidados en una ventanilla de alguna oficina de gobierno o, en el mejor de los casos, los guardan cerca de su corazón, donde nadie pueda verlos.
Pero aunque muchos dejen los ideales colgados junto con el uniforme de la prepa, sigo siendo un convencido de que se puede cambiar al mundo por la buena, si. Cuesta, duele, pero se puede. La diferencia está en la acción. Me he topado decenas, cientos de veces con cosas que implican hacer algo en contra de lo que creo. La mayoría de esas veces he salido bien librado y al igual que yo, varias personas que conozco. Ya sea una infracción de tránsito, una amable solicitud dinero para acelerar un trámite o la insistencia de tu jefe para que adaptes tu manera de pensar a la manera corporativa, si tienes el valor de defender tu punto, lo menos que lograrás es el respeto del mismo y muy probablemente el reconocimiento de la gente en tu entorno. (Por favor si soné como Carlos Cuauhtémoc Sánchez, envíenme mentadas). Pero ése es el punto: defender los ideales como si en ello te fuera la vida (y en más de un sentido es así). Conozco cientos de casos de los que defienden sus ideales. Pueden ser favorables o desfavorables para su entorno, pero el punto es el mismo: son valientes a la hora de defenderlos, de creer en ellos mismos. Gandhi y Hitler defendieron aquéllo en lo que creían contra viento y marea. Los resultados los conocemos todos (y si no los conoces salte en chinga del blog y entra a Wikipedia, la fuente de toda sabiduría).
Así es, el punto es al final la acción. De nada sirve ideal sin acción. Ya sea para compartirlo, defenderlo o inculcarlo, sin acción no crece, no vive, no perdura. Como civilización somos el resultado del esfuerzo de muchos que dieron hasta la vida por sus ideales (igual y estaban muy pirados, pero ACTUARON). Si eres cristiano, tienes un ejemplo. Si eres budista, también. ¿No suena interesante recuperar aquéllo que creías que no aplica en el mundo en el que vives, darle una limpiadita y ponerlo a funcionar? ¿No siguen sonando maravillosamente bien cosas como bondad, igualdad, confianza o cualquiera que tenías tatuada en la piel interna cuando eras más chavo? ¿Y si hacemos el experimento y las defendemos a capa y espada a partir de hoy?
Si crees que no vale la pena, me gustaría saberlo. Si crees que si, también. Total, a fin de cuentas yo sigo creyendo en las mismas cosas que creía a los doce.