Ocurre en un parpadeo. Con precisión despiertan y nos despiertan una mañana con pequeñas explosiones de morado donde hubo gris por varios meses. Viviendo su parte en el ciclo eterno se brindan sin modestia, frescas y serenas, celebrando una vez más el triunfo de la vida.
Nosotros, los de acá, poco entendemos de estar enraizados, de penetrar profundo en la Tierra y sentir savia corriendo por decenas de brazos que se estiran para sentir el Sol, de respirar del aire lo que los otros han exhalado. Olvidamos pronto lo que es ser uno con tierra, agua y aire. Pero ellas nos lo recuerdan a su muy colorida y jacarandosa manera. No son las únicas, pero para los que vivimos del lado de arriba del concreto, son las más notorias.
La fiesta dura unas semanas; las suficientes para que les dediquemos fotografías, sonrisas y palabras, las precisas para que ellas cumplan su parte y persistan, besando al viento con sus mil labios morados. Cerca del final, si somos afortunados, el viento ayudará a que caiga sobre nosotros una suave lluvia de flores. Tal vez sólo nos parezca bello. Tal vez entendamos que no necesitamos nada más y por un instante veamos el mundo de otro color. Morado, quizás.