Cuando me preguntan de donde soy, contesto con frecuencia que de muchas partes. Cuando me preguntan de donde me siento, sin dudar contesto "Huasteco". Y de la Huasteca veracruzana, para más señas. Ésa que alcanza a ver el mar de cerquita, que tiene cerros azules y es potrero y es jagüey. No nací ahí, pero tuve consciencia de mí en el pueblo del tigre en la higuera. Es Ozuluama, el fuerte de los huastecos que no ha excedido su traza original de 400 varas. El cantón más antiguo de Veracruz y el lugar donde el destino, demostrando su incontenible intención, juntó a mis padres.
Hace unos meses, poco después de que dejara de escribir en el blog, viajé con mis papás y hermanos al sur de Veracruz, a Acayucan específicamente, para asistir a la boda de uno de mis primos más pequeños. En algún momento al final de la fiesta, los mayores estaban sentados en el porche de la casa del rancho donde se llevaba a cabo al fiesta. Era la hora en la que aparece la nostalgia, cuando el Sol casi se muere y la luna todavía no se despierta. Y comenzó la plática. Mi tío, el único hermano de mi mamá, contaba historias que tal vez sus hijos no conozcan, pero que me han fascinado desde que era pequeño. Los demás escuchaban atentos y opinaban, porque a todos los unía un rasgo común: el amor a esa tan mencionada Huasteca. Me di cuenta que la habilidad de narrador puede venir de familia y que la tierra nos hace, nos deja marcas, nos nutre. Es algo que un habitante de una gran ciudad no podrá experimentar hasta que lo vive. Como bien dice el huapango:
Y esas huastecas
yo no sé lo que tendrán
quien una vez las conoce
regresa y se queda allá.
La tarde se hizo nomás recuerdo entre graznidos de tordos y el canto de los grillos y la plática siguió por un par de horas. El ingenio de las narraciones provocaba risas, por dolorosa que fuera la anécdota contada. Porque bien dice otro huapango:
Yo siempre vivo contento
al fin sé que he de morir.
Al fin sé que he de morir
yo siempre vivo contento.
Aunque sufro y me lamento,
siempre acostumbré reír.
Siempre acostumbré reír
en medio del sufrimiento.
Eso nos hace volver. No es pasado, es nuestro presente, el que nos hace lo que somos. No somos más chilangos, jarochos o estadounidenses. Somos huastecos y cuando vemos al Sol comenzar a recostarse sobre los potreros y escuchamos a lo lejos una jarana y un violín, sabemos que estamos de vuelta en casa.