2.26.2008

San Salvador

Bien. El viaje, como cualquier viaje que se respete, está tomando visos interesantes. Confiando en mi suerte, como es común en mi, decidí no hacer reservaciones de hotel para esta visita a Centroamérica. Lo anterior fue producto de la recomendación de mi agente de viajes cuando lo enteré de que no me habían entregado mi renovado pasaporte aún pero que, confiando en mi suerte, lo tendría el mismo día que iniciaba mi volar. Mi suerte no me defraudó y pude iniciar el viaje sin contratiempos, con pasaporte y por supuesto, sin reservaciones.
Es de noche cuando llego a San Salvador. Con tranquilidad pregunto por un hotel dentro de mi presupuesto. De acuerdo con los comentarios del coordinador del sitio de taxis, el Camino Real se ajusta al mencionado presupuesto y además está en la zona en la que tengo mis citas de mañana, así que le pido al taxista que me lleve ahí.
La carretera a San Salvador me recuerda mucho a las de Veracruz. Supongo que de día seguirá pareciéndose. El clima es similar, las luces de los pequeños poblados son similares, incluso huelen similar. El taxista interrumpe mis cavilaciones análogas para preguntarme si tengo reservación. Le contesto que no y entonces me da la primera noticia interesante de la noche: hay una convención de embajadores de Estados Unidos (?) en San Salvador y todos los hoteles están ocupados (al menos hasta donde él sabe, menciona). Me ofrece buscar opciones entre sus compañeros taxistas, cosa que agradezco y hace con rapidez y habilidad. Sin embargo, una a una las opciones van desapareciendo. No hay habitaciones en Caminos Reales, Holiday Innes, Sheratons ni Beverly Hilles.
Conforme nos adentramos a la ciudad me doy cuenta de que ya no se parece tanto a ciudades de Veracruz. Su aspecto se va asemejando más a una mezcla de poblado californiano con ciudad del sur o sureste mexicano, pero no del todo. En otras palabras, tiene personalidad propia, lo cual se agradece. Regresándome nuevamente al mundo real, el taxista me dice que no me prepocupe, que él se encarga de dejarme en un lugar seguro.
Unas pocas cuadras adelante, aparece el lugar seguro: el Hotel Villa Florecia. Por fuera se ve como una casa enorme que acondicionaron como hotel (¿Estoy asumiendo o eso es evidente para cualquiera?). Preguntamos por su disponibilidad y recibimos una primera buena noticia: tienen DOS habitaciones disponibles. Nos da la tarifa y eso se convierte en la segunda buena noticia. Pregunto por algo importante para mi y recibo la tercera buena noticia: tienen internet INALÁMBRICO (o cómo creen que escribo este blog?). Agradezco con todo el corazón, el estómago y demás órganos involucrados en los actos de agradecimiento espontáneo a mi amigo taxista y comienzo los trámites. Mi nuevo amigo William es el recepcionista/bellboy/concierge del Villa Florencia. Joven y agradable, me hace sentir como en casa desde el primer momento. Me da a escoger entre las dos habitaciones que son en realidad pequeños cuartos de dos y medio por tres y medio metros (baño incluido) y elijo aquél en el que me puedo quedar las dos noches seguidas sin necesidad de mudarme.
William se dispone a realizar el cargo a mi tarjeta y entonces aparece la segunda broma de la noche: el sistema rechaza mi tarjeta. ¿El sistema? Cuando hablo de desarrollo organizacional y me refiero a ir contra el sistema no pienso exactamente en esto. Bien, pues ahora el sistema está contra mi. Sin preocuparme demasiado, pregunto por el cajero automático más cercano. William me da las indicaciones y me dirijo hacia allá. Me ahorraré algunos detalles: mi tarjeta TAMPOCO funciona en el estúpido cajero. Y es estúpido porque lo digo yo y se acabó! Molesto hasta mis ovalados... ojos de caricatura japónesa, llamo al maldito banco que a todos nos ha metido en problemas. Si, adivinaron: el de las cuatro letras rojas que hoy no se merece ni publicidad buena ni mala en este espacio. Para variar, nadie contesta en servicio al cliente (afortunadamente mi celular SI se conecta a la red de aquí).
Nuevamente adelantaré la cinta, los detalles administrativos no son divertidos. Basta decir que el problema se resuelve con una última llamada a México. Ahora si los mencionaré, HSBC, se lo deben a Jonathan Nosequé.
Ahora, más relajado, pregunto por algo típico para comer. William me recomienda unas pupusas que puedo disfrutar con sólo atravesar la calle.
El restaurante se encuentra en un segundo piso, a unos tres metros sobre el nivel de la calle. La especialidad parecen ser los mariscos, pero yo voy por pupusas. En lo que espero la primera, escucho en voz de un grupo de muchachos al español en una de sus múltiples encarnaciones. Con que esto es El Salvador. Escucho. Estoy.
Las pupusas son las mejores que he probado en mi vida. De hecho, hasta el momento son las únicas, pero quiero creer que serán de las mejores. Para terminar pido un agua de horchata que de verdad sabe a gloria. El chico que amablemente me ha atendido me pregunta si el hotel es caro y le contesto que no, que es más de lo que esperaba. Dejo una propina generosa y a cambio recibo una enorme y hermosa sonrisa. Regreso al hotel, agradezco a William y me voy a mi cuarto. Me dispongo a dormir, no sin antes agradecer porque no hubo habitaciones en el Camino Real, pero sobre todo, porque las hubo en el Villa Florencia. A fin de cuentas, puedo seguir confiando en mi suerte.

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