12.03.2009

Miedo

En algún momento de algún día de Abril de 1924, mi bisabuelo Francisco Javier se suicidó.

Era de mañana, poco después de almorzar, cuando llamó a Lucía, mi abuela y la más grande de sus hijas. Le pidió que fuera con él a su despacho. Mi abuela escuchó atentamente toda la información que su padre le daba sobre cuentas bancarias, documentos y cosas por el estilo. No entendía bien de que se trataba, pero sabía bien que su papá confiaba mucho en ella. Tenía sólo quince años y a pesar de tener un hermano mayor, su padre la había tratado siempre como la responsable de su pequeña familia. Su padre le pidió que regresara a casa y mi abuela salió de la oficina con una extraña sensación en el pecho. El día estaba soleado, con esa luz blanca de la huasteca que lo llena todo. Francisco Javier se quedó solo en su despacho. Abrió un cajón de su escritorio y sacó una pistola. No podía enfrentarlo de otra manera. Seis meses antes había encontrado a su mujer en la cama con el chofer. Pero no se trataba solo de eso. No lo platicó con nadie, no lo platicaría con nadie. La angustia era terrible, era una opresión en el pecho que apenas le permitía respirar. Puso la pistola a la altura de su sien derecha y rápidamente jaló el gatillo. Afuera, el día seguía igual de soleado.

Cinco minutos después de abrir los ojos, sonó el teléfono.
- Hola Gus, cómo estás?
- Bien, primín y tú?
- Aquí con una mala noticia, primo.
-¿Qué pasó?
- Sergio se suicidó.
La voz de mi primo sonaba triste, pero serena. Suspiré. No hubo lágrimas, sólo tristeza. Mi primo, joven, guapo, aparentemente estable y trabajador se había suicidado. Le pregunté a Luis que pensaba hacer. Me dijo que no iría a Tampico, porque tenía cosas pendientes en la ciudad. Yo le dije que también tenía citas de trabajo y que me era difícil. Colgamos. Le marqué a mis papás. Me contestó mi mamá, con la voz entrecortada. Busqué tranquilizarla, pero ¿quién puede aportar tranquilidad en ese momento? En cuanto colgué con mi madre, el teléfono sonó de nuevo. Era mi hermana, todo llanto. Así es casi siempre. Le recordé que nada podíamos hacer y le regalé mis palabras de aliento, a veces las más huecas de todas. Le dije que no iría, que no había nada bueno que mi presencia pudiera aportar, más allá de la presencia misma. Colgué y Luis me llamó de nuevo y me dijo que había decidido ir. Supe entonces que tenía que ir, pero no era por la familia de mi primo muerto. Tenía que ir a Tampico. ¿Para qué? Estaba seguro que en el camino lo averiguaría. Y así fue.

- Quiero divorciarme.
Reí y contesté con un sonoro "Estás loca", riendo, aunque sabía que era cierto y en ese justo momento entendí qué hacía yo en ese coche. Malena insistió y entonces me tocó mediar. Pedí escuchar ambas partes de la historia. Escuché con calma y opiné cuando se me pidió. No había motivos reales. Por parte de mi prima todo eran dolores viejos, recordatorios típicos de las parejas jóvenes y el miedo de una infidelidad que no existía. Por el lado de mi primo, había una terrible falta de comunicación y mucha dificultad para expresar sus seintimientos. No había más. Sin ser psicólogo, sabía que era uno de esos casos de librito y se los dije. A ella le costaba perdonar, a él entender.

El viaje siguió entre pláticas y recuerdos de esa carretera, de nuestra infancia compartida como hermanos y de lo que esa zona vestida de todos los tonos imaginables de verde ha dejado en nosotros. Llegamos a Tampico, directamente a la casa de mis tíos, los papás del que se adelantó por propia mano. La peor de las tristezas es la muda, la de la mirada vacía y el cuerpo vencido. Eso encontramos, buscando consolar lo inconsolable y entendiendo de una vez por todas para qué sirven las manos y los hombros en estos casos. Llegaron entonces los otros, entre ellos  mi muy querido J. Nos quedamos un tiempo, no habría velorio, el cuerpo se cremaría. Nos fuimos a dormir a casa de otra tía. La muerte siempre nos regresa a los lugares y las personas que hemos dejado de ver. J y yo dormimos juntos. Platicábamos muy entusiasmados del negocio, de nuestros planes y sueños y entonces le reclamé un detalle que tuvo con su novio. Me dijo que sabía que estaba mal, pero que no sabía como actuar. Me dijo que no sabía para era bueno. J, un chico de lo más sensible, talentoso y emprendedor, no sabía para que era bueno. Y también temía el rechazo de sus papás, a pesar de que sus hermanos le habían demostrado que no tenían problema alguno con que fuera gay. No sabía que seguía en su vida. Tenía miedo.

Me quedó muy claro que hacía en este viaje. J y yo platicamos por horas. Le hablé de mis temas de siempre: quererse, elegir lo bueno, la libertad. Entendió rápido. Se serenó. Dormimos tranquilos. Al día siguiente nos despedimos de los deudos, la familia y loa amigos. Luis, Male y yo regresamos platicando de nuevo sobre el mismo tema. Hubo reflexión, pero no solución. Hubo lágrimas y eso ayuda, porque lavan los dolores guardados. Los veré pronto, sin duda.

Todos sentimos en algún momento que no vale la pena intentar algo. Tal vez pensemos que no tiene sentido continuar una relación o una lucha por un ideal. Podemos sentir miedo de expresar nuestros sentimientos, o de que nos engañen. Tal vez pensemos que no tiene sentido continuar viviendo. Es sólo miedo. Pero el miedo es como una mariposa frente a una vela: si vemos la sombra nos parecerá enorme, pero si miramos con detenimiento, veremos que lo que provoca la sombra es pequeño y hasta inofensivo. Algunos temerán voltear hacia la vela y enfrentar a la mariposa. Sólo verán la sombra del monstruo enfrente de ellos y pensarán que no pueden enfrentarlo. Y se irán así, desistiendo ante la peor de las mentiras: la que les contó su miedo. Otros sin embargo, se atreverán a voltear. Y se encontrarán con la mariposa. Y olvidarán, seguirán adelante y puede que hasta se rían. Entenderán entonces que todos merecemos otra oportunidad.

4 comentarios:

Jaime Rivera dijo...

Lo malo es que cuando uno cae en el hoyo, es difícil ver la salida. Y algunos caen más duro y más profundo que otros. No queda otra que estar al pendiente de los que queremos para poderlos rescatar a tiempo, si es que llegan a experimentar algo así, y esperar que los otros también nos rescaten si nos pega la depre. Yo creo que sé lidiar con la depresión solo y dudo que un día decida suicidarme, pero no puedo predecir lo que se me atravesará en la vida y prefiero confiar en que todo saldrá bien.

Gus dijo...

Jaime:

Traemos muy de moda en mi grupo de trabajo el Salmo 23: "El Señor es mi pastor, nada me faltará...". Y no somos ni muy católicos ni nada, es sólo una gran verdad, sin importar el dios en el que creas.

Jaime Rivera dijo...

También es mi salmo favorito.

Saludos dijo...
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